
Manuel San Juan
Barrio Obrero, San Juan, Puerto Rico, 1955
Carlitos no podía dormir. Al filo de la medianoche, el niño de ocho años miraba por la ventana del cuarto que compartía con su hermano menor, esperando y bostezando. Le preocupaba sobremanera que el cielo invernal estuviese nublado y ocultara las estrellas. La caja de zapatos que yacía al lado de su cama permanecía repleta de las yerbas que había recogido esa tarde. ¿Por qué no han llegado?, se preguntaba.
Su viva imaginación pintaba cuadros fantásticos de espléndidos Reyes Magos montados en camellos voladores, cuando repentinamente una visión igualmente exótica ocupó el espacio frente a la humilde residencia en la Avenida Eduardo Conde.
Apareció un extraordinario vehículo, color crema, de líneas sinuosas, con una enorme parrilla plateada sobre la cual se posaba una estatuilla de un felino en pleno salto. Ciertamente, Carlitos nunca había visto un carro como ese, pero su asombro se incrementó cuando del mismo emergió la figura de un hombre: alto, fornido, de mediana edad, con frondosos bigotes negros, impecablemente ataviado de punta en blanco, en chaqueta de hilo, corbata negra y sombrero panamá. Portaba en su mano derecha un abultado sobre manila. Con el paso ligero de un atleta, descendió de su carroza y se dirigió a la entrada de la casa, tocando la puerta insistentemente. – Don Carlos, es Falcón; ábrame, por favor, que tengo una radicación -, proclamó, con voz meliflua, como si estuviera vendiendo amapolas en la plaza.
Carlitos estaba acostumbrado a que llegaran abogados a su casa — después de todo, su papá era el Secretario del Tribunal Supremo — pero nunca había visto criatura semejante a la que ahora tocaba a la puerta.
Escuchó a su padre hablar desde el portal.
– Saludos, licenciado. ¿Cómo le puedo ayudar?
– Perdone la hora, señor Secretario, pero es que a mi ayudante le tomó más de lo esperado acabar de pasar este certiorari que vence hoy.
– Licenciado, ya son las 12:05 de la madrugada; la Secretaría está cerrada el Día de Reyes; lo lamento.
– ¿12:05? No puede ser; su reloj debe de estar adelantado.
– Sí, mire usted, son las 12:05 – , responde el Secretario, enseñando su reloj.
El licenciado Nicolás Falcón Bruno observa el reloj con indiferencia, mientras su mente maquina a la velocidad de la luz. Al cabo de unos segundos pregunta:
– ¿Y qué reloj es ese?
– Es un Timex, de los que venden en González Padín; baratito, pero siempre ha marcado bien la hora.
El abogado se quita cuidadosamente su reloj de la muñeca izquierda y se lo enseña al Secretario.
– Pues mire, este reloj que yo tengo es un cronógrafo Patek Phillipe, modelo Calatrava, comprado el año pasado en París: impermeable, con calendario perpetuo y fases lunares, de la más alta calidad y precisión. Y mírelo bien, marca las 11:59.
El Secretario toma el reloj y lo mira de cerca. Es una maravilla de la relojería suiza, con pulsera de cuero, caja de oro amarillo y dos diminutos diamantes incrustados en la esfera. Efectivamente, sus finas manecillas marcan un minuto para las doce de la medianoche.
– Está muy bonito – dice.
– Bueno, pues ya usted ve; el Calatrava es un reloj suizo de los más precisos que existen, y marca la hora con absoluta exactitud, las doce menos un minuto…y señor Secretario, perdóneme, pero este certiorari es de crítica importancia para mi cliente, pues es la última oportunidad que tiene; imagínese, una pobre viuda que están tratando de despojar de su legitima herencia…
El Secretario no dice nada; se queda mirando el Patek Phillipe.
– ¿Le gusta? – pregunta Falcón. – Quédese con él, que yo tengo otro.
El Secretario levanta la vista y mira fijamente al abogado. El reloj debe haber costado tres veces el magro salario anual que le paga el Tribunal Supremo. En un instante, su mente cabalga por las posibilidades. Una casa de cemento para sus viejos en Adjuntas. Escuela privada para los nenes. El viaje en barco a Europa que él y su señora siempre han soñado…
Se escucha un trueno en la distancia, el cielo revolcándose, incómodo. Falcón se mantiene sereno, confiado, sonriendo con esa dentadura perfecta que ha intrigado a tantas damas y convencido a tantos jueces. El Secretario sigue mirándolo fijamente, su postura erecta, su rostro impávido, sus ojos como luceros brillantes penetrando las tinieblas.
Se extiende la pausa preñada. Por fin, logra controlar su mente galopante. La vergüenza jíbara heredada de sus padres despacha toda fantasía efímera, sofocando la chispa de sus ambiciones como un súbito chubasco de verano. Un manto de plomo extingue el fuego incipiente. Serio, pausado, con voz firme, contesta lo único que puede:
– Gracias, estoy bien con el mío, licenciado.
Pero el abogado sagaz ha percibido su debilidad. Insiste:
– ¿Seguro?
– Seguro – , contesta, con voz que amenaza con quebrarse.
Otra pausa; la tensión palpable. Más tronadas en lontananza. El letrado frunce imperceptiblemente el ceño. Abre la boca, mientras su mente hilvana otra estrategia; pero el Secretario recobra su compostura, rompe el silencio y se le adelanta:
– Claro, como su reloj es mucho más fino que el mío, démosle el beneficio de la duda – dice, devolviéndole el Patek Phillipe y tomando el sobre que contiene el certiorari. – Buenas noches y feliz Dia de Reyes, licenciado.
Aliviado de su carga, el licenciado Falcón da las gracias y se despide de inmediato, tal como le ha enseñado la prudencia durante los muchos años que ha dedicado a su noble profesión. El Secretario observa al flamante personaje mientras cruza la calle, monta en su Jaguar y arranca fragoroso, perdiéndose en la noche. Por un momento, absorbe el silencio sagrado que deja atrás, reflexionando sobre lo ocurrido. Acto seguido, da media vuelta y se topa con Carlitos, parado en el portal, en pijamas, su mirada obnubilada por el sueño.
– ¿Papá, vendrán los Reyes a traernos regalos? – pregunta el pequeño.
El Secretario toma a su hijo en sus brazos y le besa la mejilla cariñosamente, murmurándole al oído:
– Seguro, hijo mío, pero hay que tener paciencia, que los mejores regalos siempre tardan en llegar.
1 Segundo premio en el certamen «Cuentos cortos de la curia» auspiciado por la Comisión de Juristas Creativos del Colegio de Abogados y Abogadas de Puerto Rico
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