Alberto Medina Carrero, editor

Hace veinte años, un joven pero avezado abogado puertorriqueño publicó un libro titulado El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico, en el cual, con gran claridad, explicaba por qué la llamada Constitución de Puerto Rico no es tal y todo el andamiaje jurídico que sostiene el aparato del Estado puertorriqueño frente a Estados Unidos es una «torre de naipes».

Todavía en aquella época, cuando yo peinaba pocas canas y Roberto Ariel tenía algo de pelo, la tesis del pacto gozaba de alguna aceptación. Hoy, como sabemos, es el propio Imperio el que se ha encargado de desacreditarla, revelando, con gran cinismo y desparpajo, lo que Vicente Géigel Polanco acertadamente llamó oportunamente «la farsa del Estado Libre Asociado». Solo un puñado de estadolibristas recalcitrantes pretenden continuarla.

En las dos décadas que le han seguido a aquella publicación, Roberto Ariel Fernández Quiles ha continuado clamando en el desierto de la conciencia política puertorriqueña en sesudos artículos de revistas jurídicas y otras publicaciones en Puerto Rico y en Estados Unidos, donde mantiene presencia frecuente en plataformas de nuevo cuño en el mundo digital.

En todo ello, sus textos resultan esclarecedores, frutos de una cultura jurídica y política sólidas, con base en el estudio amplio, la reflexión honda y una capacidad de análisis de primera. Para mayor mérito, Roberto tiene el don del buen decir; escribe con corrección, elegancia e ingenio, y lo hace sucintamente. Dice lo justo en todos los sentidos de la palabra.

Pero, en todo este tiempo, había en él una inquietud e insatisfacción aguijoneando su espíritu patriótico, remedando aquella angustia de Betances cuando exclamó: «¡Qué hacen los puertorriqueños, que no se rebelan! Y su postrer advertencia profética de que, si no se actuaba, seríamos una colonia de Estados Unidos para siempre. A 126 años de nuestra subordinación política a Estados Unidos, Roberto Ariel se plantea lo que nos preguntamos todos los que la rechazamos: por qué en un mundo en que impera la soberanía nacional, nuestra patria no la tiene y se ha mostrado indiferente a esa aspiración natural y normal de los seres humanos en sociedad.

Este libro es un intento de examinar esa cuestión con base en la historia y la sociología. Con gran perspicacia y perspectiva histórica, el autor reconoce el peso enorme de cuatro siglos de sujeción a un imperio distante, no solo geográficamente, sino en términos de relaciones humanas, como caldo de cultivo de un pueblo abúlico, dependiente y resignado a un sino que se le presentaba incierto y negativo.

Ese pueblo achicado por las circunstancias, asustadizo por la frecuente irrupción de la naturaleza o la incursión de la codicia extranjera fue creando una forma de ver la vida y a reaccionar a ella eminentemente fatalista y resignada. Fernández Quiles la cataloga de «parálisis». De ahí que, mientras en el resto de Hispanoamérica el fervor revolucionario produce la ruptura libertaria en rápida sucesión, Puerto Rico permanece como «muy leal y noble» colonia española. El fervor revolucionario de otras tierras no pasó de ser aquí una fiebrecilla episódica y de poca intensidad.

Temerosos de los dolores de parto de las repúblicas en este hemisferio – que también los sufrió Estados Unidos de América – y también de su crecimiento, los puertorriqueños desarrollaron una aversión a la violencia y al derramamiento de sangre para hacer valer su derecho natural a mandarse, prefiriendo un diálogo interminable con una metrópoli principalmente incumplidora de promesas reformistas.

Con ese trasfondo de docilidad y sumisión llegamos a casi el siglo XX para ser presa fácil de las ansias imperiales del Coloso del Norte. Debilitados por la prolongada dominación española, los puertorriqueños quisieron refugiarse bajo las alas gigantes del Águila propagandísticamente protectora, e ignoraron sus garras. La anemia perniciosa en la voluntad política del puertorriqueño lo rindió ante la rapacidad avasallante del nuevo invasor y conquistador.

El autor se ocupa de muy acertadamente resumir la historia de Estados Unidos en lo pertinente a un afán imperial producto de su desarrollo capitalista signado por el racismo que es seña de su identidad nacional hasta nuestros días. Desde temprano en el siglo XIX, el voraz apetito territorial estadounidense salivaba con un bocado caribeño que incluía a Cuba y Puerto Rico.

Fernández Quiles es consciente de que el colonialismo es una relación compleja en dos vías simultáneas. Por ello, explora los elementos de la dominación por parte de la metrópoli, así como las condiciones que allanaron el camino de la aceptación por parte de lo que García Passalacqua llamaba tragicómicamente the happy colonials en sus escritos en The San Juan Star.

Porque, en última instancia, la colonia consentida es el problema central al que nos enfrentamos los que rechazamos la indignidad de este vasallaje. Parecería haber en nuestro ADN colectivo una predisposición a aceptar lo que el resto del mundo ha rechazado hasta la muerte. Si el supuesto «destino manifiesto» de Estados Unidos es estar a la cabeza del mundo, por las buenas o por las malas, el nuestro luce como el de ser tutelado eternamente por otro país.

Ese fenómeno sociológico y político tan prolongado, estudiado y comentado ampliamente por muchos, todavía no tiene una explicación coherente y satisfactoria. Es entonces lo que intenta hacer el autor, yendo más allá de los sucesos históricos, para resaltar su impronta indeleble en el alma puertorriqueña hasta nuestros días. No hay aquí un reclamo de respuesta definitiva, pero, sin duda, esta obra contribuye de manera importante al entendimiento del acertijo en que hemos desarrollado nuestra existencia como pueblo.

El libro examina con particular énfasis el papel que desempeña la trasmisión de las actitudes y visión de mundo de generación a generación hasta convertirse en la cultura cívica de un pueblo. En nuestro caso de pueblo intervenido desde siempre, sin conocer nunca la vida de un pueblo soberano con la capacidad de decidir por sí mismo todas las cuestiones de la vida colectiva, el lastre de ese legado histórico ha resultado demasiado pesado para que muchos se liberen de lo que les es conocido por referencia y vivencia.

De esta manera se solidifica una incapacidad de siquiera imaginar una vida en libertad política, una desconfianza casi genética en el grupo humano del que se es parte, para conducirse civilizadamente sin la supervisión y protección ajenas, que para muchos no lo son tanto, pues se han llegado a sentir como parte de los dominadores y meros residentes de su país de origen.

Si, como sostenía Albizu, «el nacionalismo es la Patria organizada para el rescate de su soberanía», el rescate de la soberanía supone primero el rescate de la nacionalidad correctamente entendida y consecuentemente practicada. Si no se reconoce la nacionalidad con todos sus atributos, y se reduce a lo estrictamente folclórico, esa concepción limitada y endeble no será capaz de afirmarse gallardamente ante la fuerza que la mantiene sujeta.

El triunfo fundamental del colonialismo en Puerto Rico es el obtenido sobre – para decirlo como ellos lo dirían – “the hearts and minds” de la mayoría de los puertorriqueños. Lo del corazón se refiere a que, como ya he dicho, hay compatriotas nuestros que solo lo son de nombre, pues se sienten como americanos, al punto de que, como una tía mía, se emocionan cuando escuchan The Star – Spangled Banner. Lo de la mente se refiere a que muchos no conciben la vida sin la presencia protectora de Estados Unidos de América.

Cuando un país logra ese grado de dominio sobre otro no hacen falta las armas ni el más leve asomo de intimidación para que los súbditos acepten gustosamente su suerte. La jaula puede dejarse abierta porque el pájaro no se atreve volar. Prefiere la jaula y el alpiste seguro a aventurarse fuera de ella. Con la visión de los grandes hombres, José de Diego sentenció, a poco de la dominación  estadounidense: «El peor enemigo de la independencia es el cheque».

Y eso, que es muy cierto en términos personales, lo es también en términos colectivos. Porque, ¿qué es un pueblo, sino la suma de sus miembros? La sensación de desvalimiento que en mayor o menor grado aqueja al puertorriqueño lo reduce a conformarse con una vida dependiente de ayudas de todas clases y a no recoger los escombros hasta que FEMA vaya a evaluar los daños, para ver cuánto le va a dar. ¿Para qué va a haber «ayuda mutua y esfuerzo propio», si otro lo va a hacer con fondos ajenos?

Tristemente, ese es el bottom line de la vida colonial puertorriqueña, en la cual se celebra como si fuera algo de lo cual enorgullecerse los fondos federales para esto y lo otro. Y como «con lo que nada nos cuesta, hagamos fiesta», los gobernantes de turno han hecho fiesta de corrupción y despilfarro, chapoteando en una charca degradante y endeudando al país hasta más no poder.

Y «lo mejor de los dos mundos» ha terminado siendo inmundo. Y no hay «serenidad» ni «propósito para Puerto Rico», que no sea el consumo desmedido para validar una existencia vacua. Y hay una que otra «golondrina», pero no hacen verano suficiente para que el país se ponga de pie y forje su propio destino sin juntas ajenas que lo supervise. El miedo irracional a la libertad resulta en el cautiverio más o menos sutil. En pensar absurdamente que la libertad ajena es buena, pero la propia no lo es. Que solo se vale si se es parte de otro país al que se le adscriben virtudes excepcionales, aun a la vista diaria de una realidad bien distinta.

Nuestro pasado colectivo es un fardo extremadamente pesado que nos impide caminar hacia la libertad política de la que disfruta el resto del planeta. Muchos de los que pudieron cambiar las cosas prefirieron el poder cómplice de la subordinación y se fueron a la tumba con la verdad sabida. Aunque con algunos méritos propios, le fallaron al país en la prueba más importante de su calidad humana.    Como sentenció Albizu, «pudieron ser gigantes, pero se conformaron con ser enanos».

El asunto tiene una gran trascendencia, pues, cuando los hijos más ilustrados del país, en vez de poner su conocimiento  e influencia a favor de la libertad, lo hacen a favor de la subordinación, justificándola con toda clase de argucias, eso tiene un gran efecto en el pueblo, que, confiando en esas personas, fueron engatusadas para creer en el cuento de caminos del supuesto pacto entre Puerto Rico y Estados Unidos.

Esa generación del 40, mitificada y elevada a la categoría de «héroes civiles» de una alegada «revolución pacífica», tiene una cuota muy alta de culpa por el interminable colonialismo que padecemos. Dejaron que Muñoz pensara por ellos, y el poeta en La Fortaleza, con su innegable carisma y don de la palabra, los convenció de seguirlo en el encubrimiento de la mentira de 1952.

Puerto Rico creyó lo que más nadie creería. Por eso, en aquella votación en la ONU en 1953 para lavarle la cara a Estados Unidos, los votos en contra y los abstenidos sumaron más que los a favor de relevar a la metrópoli de rendir informes sobre su territorio en el Caribe. Nadie creyó ese infundio; solo la presión enorme de la potencia del Norte doblegó voluntades de quienes no pudieron resistirla.

Pero, si «el ELA es el progreso que se vive», según se repetía machaconamente como un mantra de relaciones públicas, el ELA nunca dejó de dar muestras de su estirpe colonial. Sus defectos congénitos eran evidentes todos los días, a pesar de las loas cantadas por los ideólogos a sueldo. De ahí que, desde el principio, se insistía en «culminar» o «perfeccionar» el ELA, y luego, en un «Nuevo Pacto» o una «Nueva Tesis». Todavía hay unos pocos empeñados en eso. Mientras el Imperio reconoce su fechoría, la víctima, avergonzada, la niega.

Los estadolibristas viven una encerrona. O aceptan que sabían la verdad y la ocultaron, o alegan que no la sabían y quedan como tontos útiles del imperialismo. En cualquier caso, quedan mal ante la historia. Muchos se han ido a la tumba sin rectificar; otros viven atormentados por la culpa. Trías Monge hizo casi una confesión in articulo mortis de su papel protagónico en el papelazo de 1950 al 1952. Otros solo lo admiten en la más estricta intimidad. Mucho se habló de la «tristeza» de Muñoz en el cuadro de Rodón. Todos sabemos su origen.

El polvo de siglos de coloniaje fue creando un lodazal del cual los puertorriqueños no logran salir. El empantanamiento de la voluntad que nos mantiene atrapados es como una arena movediza. Nos hundimos en el complejo de inferioridad, el sentimiento de incapacidad, la indefinición, la impotencia y, sobre todo, el miedo a un futuro que siempre se nos presenta como lleno de peligros terribles. Todavía tememos que «nos coja el holandés».

Igualmente, seguimos pendientes del «situado», ahora americano. El cheque del que hablaba De Diego se ha multiplicado y para los desposeídos representa la   seguridad económica que es principio y fin de todas las cosas. A los que le ha ido bien en la colonia, ni hablarles de un cambio que ponga en peligro su posición económica y social, en pos de la quimera de la libertad. Después de todo, ¿de qué le ha servido la independencia a todos esos países que viven tan mal?, dicen muchos y piensan otros tantos. No podemos arriesgarnos a perder la bendición de la ayuda y la protección de Estados Unidos.

De ahí el disimulo y el tragar gordo ante las mil y unas formas de la humillación colonial de no mandar nada en nuestra propia tierra; de tener que pedir autorización o permiso para todo. Nos sentimos menos porque lo somos, no en el valor inherente de nuestra humanidad, sino en la realidad práctica de todos los días. Vivimos con la incomodidad de no poder interactuar libremente con los demás seres humanos del planeta. Ni siquiera podemos asegurar que una invitación nuestra al país se haga realidad. Los poderes más básicos y sencillos de cualquier grupo humano organizado en sociedad no están a nuestro alcance.

Pero, vendimos nuestra primogenitura por el plato de lentejas del PAN y el WIC. Como no ha habido «valor y sacrificio», no hay patria funcional, con sentido y propósito de reclamar su derecho inalienable a sentarse a la mesa por sí propio y no como una rabiza de otro. Por no querer recorrer el camino largo y duro de la autosuficiencia, nos condenamos a la dependencia que emascula y degenera, convirtiéndonos en un pueblo pedigüeño, entusiasmado exageradamente por uno que otro triunfo banal, mientras vivimos la derrota de nuestra nacionalidad.

A fuerza de mentirnos a nosotros mismos durante tanto tiempo, de fingir ante otros constantemente, nos hemos llegado a creer esas mentiras. Pero, conciencia adentro, sabemos la verdad porque cada vez se nos hace más difícil pasarla por alto en todos los aspectos de nuestra vida personal y colectiva. La respuesta de muchos es querer ser parte de un país que hace un siglo declaró formalmente a su más alto nivel que el nuestro pertenecía, pero no era parte de aquel.

Esa declaración sigue siendo la voluntad de ese país. Ni la concesión de la ciudadanía ni alguna otra decisión la ha cambiado. Como el buen abogado que es, el autor sabe bien que los llamados Casos Insulares de principios del siglo XX  siguen siendo el estado de derecho que rige la relación entre la metrópoli del Norte y su colonia caribeña. Y mientras eso sea así, nada cambiará en esta relación.

Porque Fernández Quiles conoce y entiende que la actitud racista y     xenofóbica que permea esa jurisprudencia del Tribunal Supremo de Puerto Rico, aunque más disimulada, sigue presente en los círculos de poder de Estados Unidos con relación a Puerto Rico.  De ahí que no importa los innegables avances electorales del anexionismo en consultas plebiscitarias, la estadidad no capta the hearts and minds de congresistas y presidentes que van y vienen.

Un país que a través de toda su historia ha tratado a sus indígenas y a sus negros como todos sabemos no va a tener un trato de igualdad para con una isla mulata y de gente pobre que habla español. De Barbosa en adelante, los anexionistas viven la fantasiosa enajenación de reclamar la famosa «igualdad» a la cual creen tener derecho, basada en su sacrosanta ciudadanía americana.

La tesis rossellista, pasada de padre a hijo, de que este es un asunto de «derechos civiles», que incluso se llegó a postular en un foro interamericano, se estrelló contra el muro de la indiferencia imperial. Si a Estados Unidos siempre le ha tenido sin cuidado el derecho internacional – sobre todo si le es adverso – en asuntos de gran relieve mundial, nada va a hacer sobre un asunto que acomodaticiamente considera «doméstico».

Por eso, las repetidas resoluciones del Comité de Descolonización de la ONU para que se honre el derecho de Puerto Rico a su autodeterminación e independencia Estados Unidos las ha tirado al Hudson. A pesar de que año tras año dichas resoluciones han ido ganando el respaldo de más países, Estados Unidos se ha comportado como lo que es: un imperio que, al decir desafiante de su cultura popular dice con su actitud: Make me!

Todo lo anterior significa que en el asunto de su relación política con Puerto Rico Estados Unidos no responde a reclamos de derecho. Tampoco lo hace ante planteamientos en los que se apele a su supuesta inclinación a “do the right thing” que es parte de la mitología con la que le lava el cerebro a su propia gente, haciéndole creer en su bondad a toda prueba con la que funciona dentro y fuera de sus fronteras, y con la que ha engatusado a los crédulos de otros países.

Mas, el expediente histórico revela otra cosa muy distinta, y el caso de Puerto Rico es una parte importante de esos exhibits. Con atinada síntesis, el autor resume la trayectoria imperialista de Estados Unidos como preludio a su incursión en Puerto Rico, largamente soñada y planificada por the powers that be. Porque el verdadero American dream no es el que nos pintan, de superación personal y progreso material ilimitado, sino el de la hegemonía y el dominio de ese país sobre el resto del mundo. Solo cuando se conoce la verdadera historia de Estados Unidos surge diáfanamente ese afán de controlar los destinos de otras gentes, poniendo y quitando gobiernos según su santa voluntad.

Y cuando digo santa voluntad no exagero. La creencia en el «destino manifiesto» tiene mucho de mesianismo, es decir, que Estados Unidos ha sido escogido por Dios para dictarle pautas al resto de la humanidad. Si no, qué es eso que repiten constantemente:”We have been called upon to lead”, algo que me recuerda la respuesta sarcástica de “Who died and named you pope?”, cuando alguien se autoproclama dueño y señor de algo o toma las riendas de algo de manera inconsulta.

Y eso es exactamente lo que ha hecho Estados Unidos en toda su historia: arrogarse un derecho casi divino de intervenir en países que considera inferiores – Trump los llamó shithole countries – que son casi todos, sobre todo en América Latina, la cual considera su patio trasero, y que temprano en el siglo XIX le anunció al mundo que era suya en virtud de la Doctrina – véase el término con connotaciones de credo religioso – Monroe.

En los doscientos años transcurridos, los yanquis han aplicado ese «catecismo» con el mismo entusiasmo del Santo Oficio en los malos tiempos de la Santa Inquisición. Juzgando gobiernos ajenos de acuerdo con su criterio y su conveniencia económica principalmente, el Tío Sam reparte fuete a sus sobrinos hemisféricos que considera díscolos, mientras se muestra muy indulgente y complaciente con los que le obedecen sin chistar.

El poderío económico y militar han sido el ”big stick” con el que ha doblegado voluntades, comprado conciencias y, cuando eso no ha sido suficiente, pisoteado con las botas de sus Marines una y otra vez. La historia demuestra que nada ocurre al sur del Río Bravo sin la presencia, a veces oculta, pero siniestra de Estados Unidos, casi siempre para mal, torciendo el rumbo de procesos históricos, en violación de la soberanía nacional de vecinos tan lejanos como los del Cono Sur.

Observando todos esos dramas, los puertorriqueños, consciente o subconscientemente, ven lo que pasa cuando se le lleva la contraria al amo de este hemisferio. Y eso abona al temor que nos es endémico; que llevamos entre cuero y carne. Vivimos con el miedo a la represalia del americano, si hacemos algo que pueda ser tomado como una deslealtad, mucho menos un acto de rebeldía.

El castigo que más se teme es que el americano se moleste y nos quite las ayudas sin las cuales no podemos vivir o, por lo menos, tendríamos que hacer por nosotros mismos. Como el resto de la humanidad, dicho sea de paso. Pero, es mejor y más fácil esperar por FEMA, el Cuerpo de Ingenieros, la Secretaria de Energía o cualquiera de los «amigos de Puerto Rico» en el Congreso que no haya ido preso todavía.

Porque nos hemos acostumbrado a depender del favor de los «dueños del circo»; antes fueron los diputados en las Cortes españolas, como Sagasta, y luego fue Ted Kennedy y, más recientemente, Bob Menéndez, en su camino a la cárcel. Y así se escribe nuestra historia, a base de un supuesto amiguismo que no nos lleva a ninguna parte, excepto a que nos envíen más fondos federales, el alfa y el omega de nuestra política y administración pública.

Obviamente, eso nos ha convertido en un pueblo pendiente de congraciarse obsesivamente con el amo de turno, obsequioso y servil. Si una vez fuimos muy leales a la Corona española, ahora somos buenos ciudadanos americanos. Y si Trump nos cambia por Groenlandia, amanecemos más daneses que su famosa mantequilla y sabrosas galletitas. Es cuestión de acomodarnos; de seguir «bregando» para no tener que decidirnos a asumir responsabilidad por nosotros mismos. Además, que, si es una decisión de los americanos, debe ser buena para nosotros y debemos aceptarla con gusto y agradecimiento.

Es así como los cantos de pitirre y de rebeldía no tuvieron eco en el pueblo    del poeta, quedando limitados a alguna peña literaria en noche de bohemia. Aunque no vivió para ver cuán lastimoso sería el destino de su patria irredenta, vio lo suficiente como para imaginar lo que vendría. Esos primeros veinte años de la dominación estadounidense le bastaron para tener la certeza moral de cuál sería el  futuro del país. Situado en la brecha, solo ha habido entrega resignada y silente, sorda a la palabra libertaria.

Que en 2024 haya un pueblo que todavía discuta la bondad y conveniencia de su libertad política es ciertamente una aberración histórica incomprensible para el mundo y para muchos de nosotros los creyentes en la libertad. Incomprensible y frustrante. Tanta docilidad confunde. E indigna. Y duele. Y de todo eso ha surgido este libro, como un intento importante de explicar y, sobre todo, explicarnos a nosotros mismos lo que nos ha traído hasta aquí en nuestro devenir de pueblo.

Y para explicárselo a los americanos, que siempre se cantan ignorantes de lo que no les conviene. Por eso, este libro ha sido traducido al inglés de manera excelente por su autor, y además, contiene al final como apéndice una comparecencia suya en inglés ante la United States Commission on Civil Rights acerca de los infames Casos Insulares y la doctrina del territorio no incorporado. Como se dice allá: Speaking truth to power.

Así es. Roberto Ariel Fernández Quiles ha escrito la verdad de una forma poderosa para presentársela al poder imperial, a los otros poderes que por conveniencia o resabios imperiales han sido cómplices del escamoteo de nuestra soberanía, a los que por debilidad han optado por hacerse de la vista larga ante el caso de «la colonia más antigua del mundo», así bautizada muy tardíamente por uno de los parteros de este engendro, pero, sobre todo, a sus compatriotas, principalmente a los que no se sienten así.

Es, en fin, un testimonio de la verdad fundamental de nuestro país por parte de un hombre que ha puesto su inteligencia y talento al servicio más noble que un ser humano le puede hacer a su gente. Gandhi, esa alma grande e iluminada, nos enseñó que «en efecto, es más correcto decir que la verdad es Dios, que decir Dios es la verdad».

Gracias, amigo Roberto Ariel, por decirnos la verdad.


1 Texto preparado para ser dicho en alguna presentación del libro que no se llevó a cabo en vida del autor recientemente fallecido.

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