Adiós al amigo Roberto Ariel
Fernández Quiles

Alberto Medina Carrero, editor

          Conocí a Roberto Ariel hace más de veinte años, cuando pasó a ser miembro del grupo que me acompañaba en las lides de esta revista en su primera época. Enseguida percibí sus grandes dotes intelectuales, no solo en lo jurídico, sino en la cultura general que poseía, fruto de una gran curiosidad y un amor al estudio concienzudo de todo lo que le interesaba, que era casi todo. Descubrimos afinidades y ello cimentó la amistad hasta que la muerte nos ha separado.

          La participación de Roberto no era solo la pasiva de examinar los artículos sometidos y opinar sobre ellos, sino que contribuía con textos suyos. Le apasionaba escribir y lo hacía muy bien, en fondo y en forma. Lo que decía tenía enjundia, y lo decía con elegancia, gracia e ingenio, tanto en español como en inglés, lengua que dominaba también. En una época en que ya comenzaban a escasear los letrados en nuestra profesión, Roberto era ejemplo del abogado con saber, culto y elocuente.

          Fruto de esas inquietudes y de su compromiso con la libertad política de Puerto Rico fue su libro El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico publicado hace veinte años. Roberto me confió su obra para que la revisara y, sobre la base de mi conocimiento y experiencia en el mundo editorial, lo ayudara a publicarla. Fue un trabajo fácil, dada su calidad de escritor, y lo hice gustosamente. El libro no recibió la atención que merecía y aún merece porque su denuncia de la engañifa de 1950 -1952 con base en el derecho constitucional e internacional era entonces mal vista en la colonia.

          No obstante, a partir de ese momento Roberto continuó escribiendo infatigablemente en revistas jurídicas y otras publicaciones artículos esclarecedores del problema jurídico y político fundamental de nuestro país: el colonialismo. Con el surgimiento de los medios cibernéticos de comunicación, amplió su radio de acción tanto en Puerto Rico como en Estados Unidos. En todo lo que escribía había un gran rigor y una gran solidez intelectual y académica.

          Pero, como he dicho, sus intereses eran muchos y los vivía con pasión. Conversábamos con frecuencia sobre beisbol, cine, literatura y música. Siempre se mostraba interesado en escucharme hablar de todo el cine que yo había visto en los catorce años antes de que él naciera y luego en sus primeros años de vida. De haber visto jugar a Clemente y a «Peruchín» en persona.

          Por su parte, él me hablaba de las muchas lecturas que hacía sobre temas científicos, filosóficos e históricos, con lo que yo aprendía y me admiraba de su capacidad de análisis y profundidad de pensamiento. Y, por supuesto, no podía faltar nuestro amor por la música, especialmente por el jazz, género de nuestra predilección, que él conocía muy bien, sobre todo a sus saxofonistas, con quienes compartía el instrumento.

          Hace un par de años comenzó a trabajar en un libro en el que intentaría explicarse y explicarnos la renuencia atávica puertorriqueña a optar por la soberanía política. Trabajó mucho en ello, y me hizo partícipe de su afán, procurando mi consejo y perspectiva editorial. Escribía y reescribía, pero su búsqueda de la perfección amenazaba con dar al traste con la publicación. Hace como un año lo apremié, diciéndole en broma que, si no se apuraba, se arriesgaba a que la publicación fuera póstuma.

          La broma casi se hizo realidad.  Hace muy poco se ha publicado Subordinación o libertad: En busca del tiempo puertorriqueño. Me pidió que lo prologara. Más que eso, me ha honrado dedicándome el libro, junto a sus padres. En estas páginas he incluido el texto que preparé para una presentación que su enfermedad y muerte han cancelado.

          Dicen que los hombres no lloran.

          Mentira.

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