Ángela de Jesús Collazo

La mañana había transcurrido como otras en la Sala de Relaciones de Familia.  El saludo de la compañera de la sala contigua, que dejó de ser buenos días para convertirse en El Señor te bendiga, todavía la confundía un poco; el honorable repetido por cada compañero de trabajo con el que se cruzaba la hacía sentirse despersonalizada por ese título, pero no había forma de cambiar lo que era parte del ritual en el Centro Judicial.  Siempre llegaba temprano y repasaba los expedientes, familiarizándose con las controversias, pues sabía que las personas que visitaban una sala judicial confiaban en que su caso sería importante para el juez que las atendiera.  Y eso estaba bien; así tiene que ser, no debían sentirse «un número de caso», sino seres humanos con conflictos que no podían resolver por sí solos.

Cuando se llamó el caso de la abogada, no esperaba que postulase de manera tan exagerada; mucho caminar y gesticular con argumentos innecesarios para algo que no ameritaba su excesiva energía.  Pero, lo irritante era el tono alto de voz. Su intercambio con la abogada fue cordial, como siempre, en un metal de voz controlado y bajo, pero… la abogada no parecía «estar en la misma página», pues se incomodó por la decisión  y reaccionó con marcado irrespeto.  La juez, con la misma tranquilidad de ánimo, recurrió a la alternativa que no resulta muy agradable para ninguna de las partes: la advertencia final.  Ante la indiferencia de la abogada a su petición de ecuanimidad, dirigió la mirada a su alguacil, (un experimentado funcionario que conocía muy bien la disciplina en esa sala) y con un alguacil, por favor, oriente a la licenciada, continuó tomando nota en el expediente del caso. Esa fue la forma de advertencia final a la abogada de que se arriesgaba a un desacato.  La juez no evidenció expresión particular alguna y su apariencia de calma ocultaba el malestar que todavía sentía.  Dos horas después había concluido todos los casos del calendario.

Al menos, eso pensó.

Como hacía con frecuencia, optó por bajar al puesto de salchichas que estaba ubicado en terrenos del Centro Judicial, justo frente a la puerta de entrada por el área de los estacionamientos para el público.  Mientras esperaba su turno, se le acercó la abogada y, muy gentilmente, la cuestionó:Honorable, ¿puedo hablar con usted un momento?

La conversación no duró cinco minutos.  Solamente lo necesario para que la letrada increpara a la jueza por la humillación a la que me sometió en sala y el que ningún juez nunca me ha tratado así.  Con una calma que no sentía, la juez le habló con el corazón: de abogada a abogada, de ser humano a ser humano.

– Licenciada, le voy a decir algo que ninguno de sus compañeros abogados se ha atrevido a decirle. ¿Sabe usted que ninguno se siente cómodo cuando usted es la abogada de la parte contraria? Su estilo arrogante les incomoda porque actúa como si hubiese olvidado que hace años dejó de ser juez. No me crea a mí; haga acercamientos con algunos y hábleles de esto que yo le he dicho.

No hubo reacción visible en la abogada y mucho menos en la jueza, adiestrada a no mostrar emociones, pero ambas tendrían un tumulto interior pasando factura: una, preguntándose si hizo bien en involucrar a otros compañeros abogados y la otra, recibiendo una segunda bofetada a su autoestima.

La semana transcurrió rápidamente y sucedió que, de manera casual, se encontraron en uno de los pasillos.  Ninguna buscó a la otra; la vida les presentó la oportunidad de cerrar ese capítulo.  Con una sonrisa, la abogada fue directamente a la controversia sin preámbulo alguno.

– Honorable, quiero agradecerle sus palabras del otro día; conversé con varios compañeros y…usted tenía razón, gracias, gracias. Su respuesta fue una sonrisa, porque cualquier palabra suya rompería la magia del momento.  Satisfactoriamente sorprendida, se dirigió a su oficina sin comentarle a nadie lo ocurrido.

***

Una mañana en que la frialdad del salón de sesiones calaba los huesos, le tocó escuchar el testimonio de un ciudadano añoso y con varias libras de menos en el cuerpo.  Diminuto y tembloroso, no podía contener el frio cuando declaraba.  Ella sabía que no era el temblor del mentiroso ni tampoco el nerviosismo propio de estar en un lugar al que llegó por necesidad, no por gusto.  Temblaba porque ésa es la respuesta normal del cuerpo para tratar de generar calor.  Desde su silla en el estrado, se sentía impotente… O ¿acaso podría hacer algo?

Nadie previó lo que estaba por suceder.  Sencillamente, se puso de pie, pidió que todos permaneciesen en sala, salió del estrado por la puerta reservada a los jueces, cruzó el pasillo interno deprisa y entró nuevamente, pero esta vez por la puerta del personal de sala.  El alguacil no sabía qué le correspondía hacer y las secretarias cuchicheaban un posible escenario.  La jueza se dirigió con paso ligero hacia la silla de testigos.  Se acercó hacia el anciano, se despojó de su toga y lo arropó con respeto y con mucho cuidado para que no se le fuese a escurrir por su cuerpo escuálido mientras continuaba testificando.  No se escuchó ningún murmullo.  El récord, que continuaba encendido, no registró evidencia alguna del suceso. Descorrió el camino andado, subió al estrado e indicó:

– Continúe, licenciado.

– ¿Oye, has sabido lo que se comenta de un juez que se quitó la toga para ponérsela a un testigo? le preguntó el Juez Administrador en horas de la tarde por teléfono.

– Muchacho, eso es un cuento chino que están regando por ahí, fue su escueta respuesta.

No le preocupó mentirle a su jefe; al fin y al cabo, esa fue una pregunta retórica, pues él bien sabía la contestación antes de hacérsela. No iba a permitir que convirtiesen en un chiste el gesto de respeto que tuvo. Al fin y al cabo, fue protegiendo la dignidad, que en la mañana prestó su vestimenta simbólica a una persona que necesitó y mereció llevarla puesta.


1 Mención honorífica en el certamen «Cuentos cortos de la curia» auspiciado por la Comisión de Juristas Creativos del Colegio de Abogados y abogadas de Puerto Rico.

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