
Zoé Negrón Comas
Canas y chaquetas negras. Si miro de reojo es lo único a mi alrededor. Tengo que fijarme con mucha intención en una esquinita u otra para ver colores. De camino al estrado, siento que sobresalgo. Nunca me ha gustado la sensación. Agarro con fuerza el papel donde redacté las mil palabras, hecho garabatos e ilegible. Lo sostengo, más por tener qué hacer con las manos.
Los murmullos de la sala no suenan como yo, el barítono es ensordecedor. Aclaro la garganta y aun así sé que el decibel de mi voz no formará jamás parte del murmullo. O sobresale o se pierde.
De momento ya no estoy. La sala desaparece y frente a mí aparecen varias puertas. Son miles. Pero solo tengo mil palabras.
Voy por la que tengo justo a la derecha. Al abrirla veo nubes de colores solemnes, grises mayormente. Al poner un pie veo…
Una joven abogada entre varios compañeros de la profesión reunidos por un objetivo común y tiempo limitado. Se sientan en un círculo, la mesa flota sobre las nubes. Hace una hora y media ella compartió una idea para resolver el problema por el cual fueron convocados, pero…
– No, es que, déjame explicarte….
La recibieron con resistencia. El murmullo en barítono. El diálogo entre los abogados no se ha detenido desde entonces. Le explican los conceptos más básicos del Derecho; los mismos que utilizó para proveer una solución hace una hora y media. La olvidan. Cuentan victorias pasadas. Exaltan la previa gloria de la profesión. Hacen chistes. Cada minuto la mesa se acerca más al suelo y se disipan las nubes. Se le está agotando la paciencia, por lo que abruptamente…
– Con permiso…
Interrumpe y plantea la pregunta original, a ver qué otra idea tiene el grupo que desestimó la suya. La mesa toca piso. Tras una breve pausa incómoda…
– ¡Oye!
Un abogado joven se pone de pie y propone lo que la joven abogada hace una hora y media trajo a colación. Ni una palabra distinta. Esta vez…
– Ah, ¡tremendo!”
Lo oyen y lo reciben con entusiasmo. Se le agradece al compañero su contribución y se cierra la reunión. Ella queda atónita. Está sin moverse de su asiento. Boquiabierta. La rabia calienta su pecho hasta llegar a sus orejas. Con los puños cerrados sobre la mesa. Agarrando el bolígrafo como un arma que torpe y violentamente encontrará su lugar en el corazón de alguna víctima de un mal llamado crimen pasional. Mientras los abogados desfilan satisfechos por la salida, uno regresa donde la joven abogada.
– ¿Sí? – responde.
– Trabaja la idea del compañero y me la envías, por favor.
Con la rapidez de un rayo estoy de vuelta. Siento una punzada en la palma de la mano. Me sangra. Siento el rubor en las orejas empezar a bajar. Otra, vamos.
Me da el tiempo para una más. Al extremo de la izquierda veo una puerta negra. Esta vez son nieblas color rojo que me azotan. Me asomo primero, con cautela de no caer muy rápido, pero…
En el fondo de un cráter, rodeada de la niebla, otra joven abogada. Una que en el fondo de su ser no se siente suficiente, agobiada por los sentimientos de impostora. Ella trabaja hasta las horas de la madrugada. Detrás suyo aparece una sombra negra. Se le acerca. Le susurra al oído y se disipa. Y ella rompe a llorar.
Se detiene. El próximo día tendrá que presentar su caso. Debe prepararse. La niebla se vuelve un tanto más trasluciente y se pueden apreciar las montañas de expedientes, la computadora llena de texto, los papeles estropeados que forman un círculo a su alrededor. Se ven también los diplomas, los reconocimientos, las placas y medallas de la joven abogada. Ella sigue trabajando. La sombra negra regresa. Una mano toma forma y se le posa en el hombro. Le aprieta. Le pone a su lado un trago de licor. Le susurra al oído y se disipa. Y ella rompe a llorar.
Se detiene. Ya no hay niebla roja. Se puede apreciar la oficina. Por la ventana se ve que ya es tarde. Comienza a recoger. La sombra aparece de nuevo, trago en mano, inclinado sobre la puerta. Al ella intentar retirarse, la sombra pone una mano sobre el pecho de la joven abogada y con poca fuerza la detiene. Ella retrocede de su toque y se sienta nuevamente. La sombra la acapara, ya no se le puede ver a ella. Se disipa la niebla y ya no está. Solo está un hombre de canas y chaqueta negra. Regresa la niebla roja e impera el silencio. Luego el um en barítono. Pero de alguna manera yo sí la oigo. Reconociendo que no está y no se escucha, en mis huesos yo la oigo decir que «no» mientras la sombra la consume.
Pego un grito que me regresa a la sala. Nadie lo oye. Me corre una lágrima por la mejilla. En cada lugar que la sombra la tocó tengo una mancha de ceniza negra.
– ¿Licenciada?
Al fin en el estrado, pongo mis manos sobre él, suelto el papel y me dirijo al Tribunal.
– Sí, su señoría, para efectos del récord.
– Su clienta está reclamando discrimen por razón de sexo y hostigamiento sexual, ¿es correcto?”
– Sí.
– Adelante
Escucho un coro de altos en mis huesos. A mi alrededor, ya no veo las chaquetas y las canas; veo sombras y nubes. Resaltan las abogadas jóvenes. Miles de puertas. Mil palabras no dan para recorrerlas.
– Tantas puertas… – se me escapa el pensamiento por los labios. El tribunal me mira con preocupación. Debo recapacitar; aclaro la garganta.
– Su señoría, es que son tantas las puertas. A ella le dicen que abrió la puerta al hostigamiento sexual por ofrecer una sonrisa. A ella le dicen que tenía todas las puertas abiertas, a pesar de su sexo, pero las cerró con su actitud.
Escucho retumbar una puerta al fondo de la sala. De la nada estoy fuera de la sala. Sola. Qué extraño. ¿Ya fueron mil palabras?
1 Primer premio del certamen «Cuentos cortos de la curia» auspiciado por la Comisión de Juristas Creativos del Colegio de Abogados y Abogadas de Puerto Rico.
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